ORDENACIÓN SACERDOTAL - LABOR PASTORAL - DOCTORADO
Después del examen final de los estudios teológicos, en el verano de 1950 me fue propuesto inesperadamente un encargo que una vez más trajo consigo un cambio de dirección para toda mi vida. En la facultad de teología era costumbre que cada año se propusiese un tema de concurso, cuyo argumento debía elaborarse en el espacio de nueve meses y que había que firmar de forma anónima y presentar bajo un seudónimo. Si un trabajo obtenía el premio (que consistía en una suma de dinero bastante modesta), era asimismo automáticamente aceptado como disertación con la calificación de «summa cum laude»; al ganador se le abrían así las puertas al doctorado. Cada año tocaba a un profesor distinto proponer el argumento, así que se acababan por afrontar todas las disciplinas. En el mes de julio, Gottlieb Söhngen me hizo saber que aquel año le había tocado a él decidir el tema y que esperaba de mí que me aventurase en aquel trabajo. Me sentí obligado y esperaba con ansia el momento de conocer el tema a tratar. El tema elegido por el maestro fue: «Pueblo y casa de Dios en la enseñanza sobre la Iglesia de san Agustín” Dado que en los años precedentes me había dedicado asiduamente a la lectura de las obras de los Padres y había frecuentado también un seminario de Söhngen sobre san Agustín, pude lanzarme a esta aventura.
Vino en mi ayuda también otra circunstancia. En el otoño de 1949, Alfred Lápple me había regalado la obra quizá más significativa de Henri de Lubac, Catolicismo, en la magistral traducción de Hans Urs von Balthasar. Este libro se convirtió para mí en una lectura clave de referencia. No sólo me transmitió una nueva y más profunda relación con el pensamiento de los Padres, sino también una nueva y más profunda mirada sobre la teología y sobre la fe en general. La fe era aquí una visión interior, actualizada gracias precisamente a pensar junto con los Padres. En aquel libro se percibía la tácita confrontación tanto con el liberalismo como con el marxismo, la dramática lucha del catolicismo francés por abrir una nueva brecha a la fe en la vida cultural de nuestro tiempo. De Lubac acompañaba al lector desde un modo individualista y estrechamente moralista de creer, a través de una fe pensada y vivida social y comunitariamente en su misma esencia. hacia una fe que, precisamente porque era por su propia naturaleza también esperanza, investía la totalidad de la historia y no se limitaba a prometer al individuo su felicidad privada. Me sumergí en otras obras de Lubac y obtuve profundo provecho sobre todo de la lectura de Corpus Mysticum - en el cual se me abría un nuevo modo de entender la unidad de Iglesia y Eucaristía que iba más allá de la que ya había aprendido de Pascher, Schmaus y Söhngen. Partiendo de esta perspectiva, pude adentrarme, como se me había pedido, en el diálogo con Agustín, que desde hacía largo tiempo había intentado de múltiples maneras.
Las largas vacaciones estivales, que duraban de fines de julio a finales de octubre, estuvieron completamente dedicadas a preparar el trabajo que presentaría al concurso. Pero entonces me encontré en una difícil situación. A finales de octubre recibimos la ordenación subdiaconal y, seguidamente, la diaconal. Comenzaba así la preparación más inmediata a la ordenación sacerdotal, que entonces era muy diferente a hoy. Estábamos de nuevo todos juntos en el seminario de Frisinga para ser introducidos en los aspectos prácticos del ministerio sacerdotal; a estos menesteres pertenecía la preparación para la predicación y la catequesis. La seriedad de esta preparación requería todo el empeño de la persona, pero yo debía compaginarla con la elaboración de mi tema. La tolerancia del seminario y la condescendencia de mis compañeros hicieron posible esta difícil combinación. Mi hermano, que había iniciado conmigo el camino del sacerdocio, se hizo cargo cuanto le fue posible de todos los aspectos prácticos de la preparación a la ordenación sacerdotal y a la primera misa; mi hermana, que en aquel tiempo estaba empleada como secretaria en un despacho de abogados. se ocupó de redactar de forma ejemplar, en su tiempo libre, la bella copia del manuscrito que de este modo pudo ser entregado dentro del plazo previsto.
Me sentí feliz cuando finalmente me vi libre de esta hermosa pero pesada carga y al menos los dos últimos meses pude dedicarme enteramente al gran paso: la ordenación sacerdotal, que recibimos en la catedral de Brisinga de manos del cardenal Faulhaber en la fiesta de los santos Pedro y Pablo del año 1951. Éramos más de cuarenta candidatos; cuando fuimos llamados respondíamos “Adsum»: Aquí estoy». Era un espléndido día de verano que permanece inolvidable como el momento más importante de mi vida. No se debe ser supersticioso, pero en el momento en que el anciano arzobispo impuso sus manos sobre las mías, un pajarillo -tal vez una alondra- se elevó del altar mayor de la catedral y entonó un breve canto gozoso; para mí fue como si una voz de lo alto me dijese: «va bien así, estás en el camino justo». Siguieron después cuatro semanas de verano que fueron como una única y gran fiesta. El día de la, mera misa nuestra iglesia parroquial de San Osvaldo estaba iluminada en todo su esplendor y la alegría, que casi se tocaba, envolvió a todos en la acción sacra, en la forma vivísima de una «participación activa», que no tenía necesidad de una particular actividad exterior. Estábamos invitados a llevar a todas las casas la bendición de la primera misa y fui-mos acogidos en todas partes -también entre personas completamente desconocidas- con una cordialidad que hasta aquel momento no me podría haber imaginado. Experimenté así muy directamente cuán grandes esperanzas ponían los hombres en sus relaciones con el sacerdote, cuánto esperaban su bendición, que viene de la fuerza del sacramento. No se trataba de mi persona ni la de mi hermano: ¿qué podrían significar, por sí mismo, dos hermanos, como nosotros, para tanta gente que encontrábamos? Veían en nosotros unas personas a las que Cristo había confiado una tarea para llevar su presencia entre los hombres; así, justamente porque no éramos nosotros quienes estábamos en el centro, nacían tan rápidamente relaciones amistosas.
Reforzado por la experiencia de estas semanas, el uno .- de agosto comencé mi ministerio como coadjutor en la parroquia de la Preciosa Sangre en Munich. La mayor parte de la parroquia se situaba en un barrio residencial en el que habitaban intelectuales, artistas, funcionarios, pero también abarcaba unos trechos de calle donde residían pequeños comerciantes y empleados, además de porteros, asistentas y, en general, el personal de servicio del mantenimiento de las casas de los mejor situados. La casa parroquial, proyectada por un célebre arquitecto, pero demasiado pequeña, era verdaderamente muy, acogedora, pese a que el gran número de personas que, en diversas funciones, trabajaban prestando su ayuda, creaba una cierta agitación. Pero el hecho más decisivo fue el encuentro con el buen párroco Blums h ein, que no se limitaba a decir que un sacerdote debe «arder” sino que él mismo era un hombre que ardía interiormente. Hasta su último aliento quiso desarrollar su servicio de sacerdote con todas las fibras de su existencia. Murió mientras llevaba el viático a un enfermo grave. Su bondad y su pasión interior por el ministerio confirieron a esta parroquia su impronta. Lo que a primera vista podía parecer activismo, era en realidad expresión de una disponibilidad de servicio vivida sin límite alguno.
Dada la cantidad de tareas que me habían sido confiadas, tenía verdadera necesidad de un modelo de este género. Tenía dieciséis horas de religión en cinco clases distintas y esto exigía mucha preparación. Cada domingo debía celebrar al menos dos veces y tener dos predicaciones distintas: cada mañana, de seis a siete, estaba en el confesionario; el sábado por la tarde, cuatro horas. Cada semana había que celebrar múltiples entierros en los diversos cementerios de la ciudad. Todo el trabajo con los jóvenes recaía sobre mis espaldas y a ello se unían otros menesteres extraordinarios como bautismos, matrimonios, etc. Dado que el párroco no ahorraba esfuerzos. yo no quería ni podía tampoco hacerlo. Vista mi escasa preparación práctica, al principio afronté estos menesteres con cierta preocupación. No obstante, pronto el trabajo con los niños en la escuela, que también implicaba naturalmente la relación con sus padres, se convirtió en motivo de gran alegría y también con los diversos grupos de jóvenes católicos creció rápidamente un buen entendimiento. Pronto me di cuenta de cuán lejanos habían estado de la fe la mentalidad y el modo de vivir de muchos niños, qué poco apoyo encontraba la enseñanza de la religión en la vida y en el modo de pensar de las familias. Por otra parte, no puedo dejar de reconocer que el modo en que se organizaba el trabajo con los jóvenes, que había madurado en el período de entre guerras, no estaba ya a la altura de los tiempos: era necesario, por tanto, ponerse a la búsqueda de nuevas formas. Algunas reflexiones maduradas justamente gracias a estas experiencias las puse por escrito algunos años después en mi ensayo titulado Los nuevos paganos y la Iglesia, que entonces fue argumento para un vivaz debate.
Mi llamada al seminario de Fri. decidida por mis superiores el 1 de octubre de 1952, suscitó en mí sentimientos muy diversos. Por una parte, era justamente la solución que me esperaba, para poder volver a mi querido trabajo teológico. Por otro lado, sobre todo el primer año, sufrí mucho por la pérdida de aquella plenitud de relaciones y experiencias humanas que la labor pastoral había sabido darme, tanto que empecé a preguntarme si no habría hecho mejor permaneciendo en la pastoral parroquial. La sensación de que se necesitaba de mí y de que estaba desarrollando un servicio importante me había ayudado a dar lo imposible y a experimentar la alegría del ministerio sacerdotal, que en el nuevo desempeño no se hizo inmediata-rnente perceptible. Debía dar un curso sobre la pastoral de los sacramentos para los estudiantes del último año, por lo que podía acceder sólo a una experiencia más bien modesta, pero de todos modos siempre muy cercana y fresca. A esto se añadían las celebraciones eucarísticas y las confesiones en la catedral, así como la dirección de un grupo de jóvenes que había formado mi predecesor. Sin embargo, antes que nada, tenía que llevar a término el examen de doctorado, que entonces era una prueba que absorbía mucho tiempo: se nos examinaba de ocho disciplinas, cada una con un examen oral de una hora y un examen escrito; todo era coronado con un debate público, para el cual se debían preparar tesis extraídas de todas las disciplinas teológicas. Fue una gran alegría, sobre todo para mi padre y para mi madre, cuando en julio de 1953 tuvo lugar este acto y obtuve el título de doctor en teología.
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Extracto del libro "Mi Vida. Recuerdos 1927-1977" Joseph Ratzinger. Formato PDF, clic aquí para descargar.
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